jueves, 14 de noviembre de 2013


Releyendo esta crónica inútil, este aturdido y difuso reportaje del espectro de mi mismo, he cobrado conciencia de mi propensión a la añagaza y al palabreo, de los que me sirvo para elevar capciosamente al rango de perplejidad cósmica la inconsistencias de mis miserables devaneos diarios. “De nada tendremos menos necesidad –escribe Schopenhauer- que de recurrir a conceptos vacíos y negativos, y luego hacernos creer a nosotros mismos que decíamos algo cuando, levantando las cejas, hablábamos de lo Absoluto, lo Infinito, lo Suprasensible…”.

Quiere el inflexible pensador, con estas palabras admonitorias, evitar intelectualismos hueros, acotar nuestros sondeos obsoletos a la esfera del mundo “real y cognoscible”, evitar “servir en la mesa –dice- fuentes vacías”, huir de lo que, en palabras de Aristófanes, sería la morada de las nubes y de los cucosTampoco deja el filósofo mucho margen a la introspección: advierte del peligro de hurgar en exceso en uno mismo; del asombro y el desconcierto de encontrarnos, poquito a poco, con la esfera vacía que somos; de la escasa compañía que hallaremos, en definitiva, nos avisa, en la prolongada caída de nuestra existencia, donde no acertaremos con más asidero que el espectro de nosotros mismos.

Aceptado el consejo maestro, habré de abandonar sin remedio la nube protectora de esta notas sin fuste, renunciar a la compañía de los cucos y devolver a su sitio mis enarcadas cejas; desinflar el globo de mi ego volandero y relajar el tenso estupor de mi perplejo  rostro, inflamado de vapores y quimeras, con el que tecleo al cielo, entre asombrado y espectante, estas lucubraciones pseudometafísicas mías y todas mis preguntas sin respuesta.

Con el click del interruptor se apaga la luz y el parpadeo incierto de estas iluminaciones; sellada a mi espalda la puerta, dejo encerrados para  el recuerdo y la memoria los restos de este carnaval de palabras y de excesos. Entre las vacías botellas de champán y las melancólicas serpentinas, descansa, abandonada por su dueño, la verborrea sin freno de estas notas atolondradas, condenadas por su autor, desde este insigne momento, al silencio eterno de los tiempos.

The party is over. Agur, adiós, au revoir, goob-bye, sayonara.

domingo, 10 de noviembre de 2013


En mi agitada sesera se mezclan ahora los ataques e invectivas del descontrolado terapeuta y mis lecturas extraviadas de estos días. El cocktail letal de terapia y metafísica me ha decidido a combatir esta postura mía de sastrecillo amohinado, a enderezar mi retorcido espinazo, combado como la torturada rama de un árbol ajado por la falta de luz y el peso agotador de las brumas…

Paseo estos días por la calle con forzada ufanidad, tieso como los demás hombres, los codos bien plegados al cuerpo, fundidos los omoplatos y erguida la armadura de mis hombros, desafiando al mundo todo con la nueva danza luminosa de mi caminar; devolviendo al cielo, como quien dice, todo el peso de sus falsas ilusiones desde la muelle punta de mis pies.

miércoles, 6 de noviembre de 2013


El atropello médico del que di cuenta anteriormente, y que viene repitiéndose con cruel regularidad cada cinco días, me ha devuelto a la memoria las conminaciones del padre de Arturo Scopenhauer, de nombre Heinrich Floris (comerciante a quien los desvelos de sus cuentas precipitarían fatalmente al suicidio), a su hijo -decidida ya la carrera de Arturo como futuro mayorista en Danzig-, invitándole el primero en sus cartas a mantenerse erguido en la silla, no fueran a confundirle con un sastre.

“Una compostura adecuada es tan importante en la mesa del despacho como en la vida ordinaria, pues cuando se ve a alguien en los salones encorvado sobre sí mismo, se le toma por un zapatero o por un sastre disfrazado” . Y continúa: “Quisiera confiar, y te ruego que lo pongas en práctica, en que irás tieso como otros hombres, de modo que no se te doble la espalda, lo cual produce una impresión nefasta”.

La madre de Arturo, la exitosa escritora Johanna Henriette Trosenier, íntima de Goethe, iba más allá en sus reconvenciones: “…eres fastidioso e insufrible y considero penoso vivir contigo… utilizas un tono oracular para definir las cosas, sin plantearte siquiera una objeción. Si fueras menos de lo que eres, serías sencillamente irrisorio; pero de este modo eres irritante en extremo…”.

Y cierra el censo familiar su despechada hermana, Adele Schopenhauer, a quien un visitante habitual de las veladas en Weimar habría descrito como una damisela “de una extrema inteligencia, sólo superada por su fealdad”, quien, fatalmente enamorada de un soldado huido, se abandonó sin inhibiciones “a la fuerza mitógena y glorificante del recuerdo”, apuntala sin compasión R.Safranski, biógrafo del pensador alemán.

De los múltiples episodios que trufaron la accidentada relación del filósofo con su tórrida familia, tejida de odios, invectivas, celos y velados reproches, destaca, por su estilizada crueldad, por el femenino ingenio  de su aguijonazo envenenado, el capítulo en el que la víbora materna encuentra sobre la mesilla un estudio de su hijo que llevaba por título Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente (disgresión postkantiana que granjearía a Schopenhauer el doctorado en la Universidad de Jena en1813), hallazgo éste que empujaría a Johanna a inquirir a Arturo, con falsa inocencia, sobre el contenido de “esa redacción suya para boticarios” (¡!!).

Con este panorama, el pensador alemán abandona en 1813 el terrario doméstico de Weimar y, afincado en Dresde, vomitará al mundo en los siguientes cuatro años su catedralicio El mundo como voluntad y representación, manualillo de dos mil páginas cuya conclusión fundamental viene a denunciar la vacuidad del cielo todo y la falta inmisericorde de tutela o esperanza alguna de nuestra existencia.

Ningún cielo ha besado en secreto a la Tierra, de modo que esta tenga que soñar ahora bajo el fulgor de la floración.

Nada le debemos, pues, al inhóspito cielo, decididamente vacío. Liberados del peso de nuestras esperanzas, bien podemos caminar con la espalada erguida, pienso para mí, ligeros como una briznilla de hierba bailando al viento.

domingo, 3 de noviembre de 2013


El amable y paciente lector de estas notas conoce ya la aversión y el aborrecimiento sin límites, la náusea profunda, abisal e inextirpable, que el estamento médico provoca en quien esto escribe. Viene esto a la punta de mi pluma, que diría el poeta, porque he pasado el último mes sometido a la repetida tortura de un osteópata con vapores de filosofastro. Hundido mi cuerpo en la camilla, el facultativo me envuelve al final de cada sesión en un abrazo lúbrico y humillante, dejando caer el peso de todo su cuerpo sobre mi aplastado torso, del que aflora una escalada horrible de crujidos y agónicos estertores. Es en esta postura ultrajante, poco menos que pornográfica, cuando el galeno, venido a más, comienza a susurrar en mi oído sus consejos y admoniciones terapéutico-edificantes.

Me explica el sanador, su aliento en mi oreja, que el agarrotamiento de mi espalda toda (el desajuste de los tendones y  de las ligaduras que mantienen milagrosamente en pie el cascado andamio de mi anatomia) bien podría deberse al purito abatimiento de mi persona: “que no son, ésas, formas de sentarse -me añade conminatorio-, plegando el espinazo y con los hombros rendidos a un peso imaginario –así me dice: con los hombros rendidos a un peso imaginario-“.

El ritual injurioso del psicomasaje  se repite todas las semanas, con el filisteo embrutecido entregado sin control a la gimnasia obscena ya descrita y a sus desatadas fílípicas, encaramado a mi estrujado tórax como un primate perturbado abandonado sin freno a una feroz cópula, con los aspavientos de un zulú (sigo pensando extraviado) coronando la cima de alguna montaña indómita, escapado de la jungla oscura e incivilizada que nunca debió abandonar.

jueves, 24 de octubre de 2013


Voy conduciendo por la autopista con la sola compañía de la noche y del parpadeo fugaz de las farolas escapando a mi espalda como supernovas. Algo tiene el deslizarse, solitario, por el asfalto, pienso para mí, que invita a la lucubración y a las sentencias metafísicas. Que el acto creativo es una moratoria impuesta al tiempo, pienso, por ejemplo, ensimismado. Me recreo, complacido, en mi ingenio intelectual: a saber si de esta iluminación pascaliana no sacaría yo todo un edificio filosófico. Aunque bien pensado, lo de “acto creativo” tiene un eco de cópula obscena que aleja la sentencia de la higiénica concisión del yo y sus circunstancias, o del pienso luego existo, etc. Tampoco ayuda lo de “moratoria impuesta al tiempo”, un poco como Cronos reducido a golpes y exhibiendo sus cardenales.

En la emisora local un fotógrafo explica su trabajo: presume, orgulloso, del tamaño de las imágenes de su exposición, setenta y cinco por cincuenta centímetros, “que es un tamaño, ya, importante”, sentencia, y advierte a los oyentes del peligro del photoshop porque “si la luz le da a un jarrón por la derecha, vas tú y se la pones por la izquierda, y eso no está bien –añade con melancolía-“.

domingo, 20 de octubre de 2013


Drasumbado esnestre curo y sustituto, asegado, enciego y cogidito…Masaltan fierros emboscados kia agarran dal cuello con las garras. Salivian y escupen a laspalda que me temblo y mascapo pero no, con los lobos en el cuello y en la cama retrapado. Por la cuesta los monos cagan panderetas y yo maprieto sin lumbrado, empretados los ojizos para no mirar novayaserque. Y entiento ascuritas de la lux con varias palmas, y voy tantiendo las paredes que se escapan, mientras lobajos enfadados van perdiendo sus ahorros arrañándome con pelos y colmillos rebabados. Sigo y todo el ojoscuro pero no interrumpo el desruptor aunque masaltan aullidos atracados y yo menciego en lalmoadilla, con las cejas siemprespuestas y entrampadas, y ni somo de mejora, ni de luces, nininada…

Pero ya vienenvayan las nubecitas con cánticos con maletas y me caigo suavito cantarín tantando con tento, sin tiento, tarantando cantarando con sonriso, bien questoy y voy voliendo al cielo alto sin los pierros, de rodillas enscondido te lo digo, que mi blanco almoado te lo digo, que mi blando almoado te lo digo……

Vuelve la vigilia a arrancarme con su brusca zarpa de mi sueño frágil y quebradizo, de la inmersión sublunar por la que braceo cada noche, medio noctámbulo y aturdido, fantaseando entre sábanas con un vuelo ingrávido y sordo al que me abandono con feliz inconsciencia, y de cuyas sombras me veo continuamente expulsado contra mi voluntad, como un indiscreto fisgón al que echaran de una fiesta. Tanteo la pared en busca del interruptor, los ojos bien abiertos en la noche, como un asustado pececillo fuera de la nube protectora de sus aguas.

domingo, 13 de octubre de 2013


Hombre apostado en la ventana. Bien podría esta frasecilla coronar con su música un relato por escribir, o resumir la vida misma de su protagonista. El hombre así descrito enfunda una mano en el bolsillo y descansa la otra en el alféizar, las yemas rozando levemente la madera como una araña congelando el salto. A su espalda, acechando en la penumbra, asoman los fantasmas de muebles y objetos de una habitación solitaria, amortajados con sábanas y gruesas cuerdas, levitando en el silencio gris e intemporal de la pieza.

¿Es ésta una despedida?  ¿El comienzo de una nueva vida?

El hombre otea en estos momentos el horizonte: un gigantesco serruchón de montañas rocosas horada en la lejanía un cielo azul sin nubes; la piedra gris de sus laderas aparece veteada por verdes torrenteras de hierba que serpean hasta desembocar en el océano de una amplia pradera; brotan de este mar de hierba, como pequeños querubines, ovejas y algún que otro animado pastorcillo...En este punto nuestro relato se estrella sin remedio frente al muro insalvable de armonía columbrado por la  embotada mente de quien escribe…

Sólo una cosa resta por añadir, la repentina duda de que exista algún tipo de arácnido saltarín, incluidos los africanos que, como bien es sabido, mantienen un misterio impenetrable en muchos de sus hábitos, por más que zoólogos y estudiosos de los cinco continentes hayan dedicado sus vidas, durante siglos, al celoso escrutinio de estos animalejos insondables.

lunes, 7 de octubre de 2013


Empleaba las mañanas del domingo en un largo paseo por el muelle. Caminaba sobre las ascuas de unos altos tacones, con un lento zarandeo de barquito sin quilla abandonado a las olas. Añadamos que la inveterada paseante de este relato bien podría llamarse Klara y que propendía al ensueño y a la distracción. Volaban, ligeros, sus pensamientos, enredándose con las nubes y con los pajaruelos, que aleteaban sobre su cabeza como diminutas pompas emplumadas. Bien alto en el cielo, un cocodrilo de vapor devoraba un ratón, cuya cola asomaba serpeante fuera de las terribles fauces; a un lado de esta viñeta vaporosa, un gigantesco corazón de espuma blanca se deshacía en virutas y recomponía su humeante silueta en la forma de un gigantesco violín…

Klara mantenía en sus caminatas el ritual de un abrigo rojo, ceñido a su talle estrecho con tres botones dorados y abierto en la cintura como una campana inflada al viento. Recogía Klara su negro y tirante cabello en un apretado moño. Su rostro sin edad mostraba la lozanía de quien no ha sufrido el embate del amor verdadero, lo que bien podría explicar la tímida sonrisilla que asomaba constantemente a su rostro, una señal a los astros de sus anhelos incumplidos y de la espectante disposición que mantenía frente al mundo todo.

¿Y que podría estar barruntado Klara a lo largo de su festiva marcha? Lo cierto es que del menor detalle hacía un motivo de voluptuoso cosquilleo: el relumbre del adoquinado un día de lluvia, un tupido mostachón flameando en el rostro de un viandante o la reciente solución a un crucigrama, despertaban en nuestra vestal andarina las más excitantes reflexiones. No piense el lector que nuestro personaje carecía de temperamento: Klara sostenía una declarada aversión por los viajes de crucero y los bonsáis, y sellaba discusiones incómodas con un silencio ciclónico, la pequeña arruga del entrecejo, vertical y amenazante, hendiendo como una cuchillada negra  su rostro de geisha inexpugnada.

En momentos de extático recogimiento, con las manitas sesteando sobre un humeante café o con el rítmico bamboleo de un viaje en autobús, o durante los volanderos ensueños de sus paseos dominicales, Klara ideaba, justo es decirlo, algún que otro crimen con morboso detalle. Iba Klara con sus conspiraciones rectificando los desvíos del mundo. Su mente se perdía en una carrera imprevisible de ajusticiamientos y pequeñas venganzas: aquí un estrangulamiento, allá una fatal caída o la concusión desgraciada por envenenamiento de algún pariente incómodo…

Podría ser éste un buen lugar, piensa quien escribe, para introducir a las primas gemelas de K., dos cuarentonas desaseadas, anchurronas de hombros, y tocadas ambas con las áspera hebra de un pelucón rizoso y oscuro como la pez. La infancia atribulada  de las hermanas en la ciudad de Estambul (notoria por el secretismo hermético de sus escuelas y el vandalismo acechante que anida en sus callejones de polvo y de negrura) explicaría el despiadado trato impuesto a nuestra cenicienta soñadora, sometida en el hogar compartido a  humillantes tareas sin término, infladas sus tiernas rodillas por el constante fregoteo del áspero y endurecido suelo.

Es ahora, amable lector, cuando, nublados los sentidos, retrepa por muestra garganta y nariz un seco efluvio de amoníaco entreverado con el perfume almizclado de las gemelas (algún pachulí de exótica geografía, mundano residuo de su juventud viajera). Recorremos el largo pasillo de la vivienda siguiendo la mefítica vaharada; doblamos a la derecha guiados por un tenue rastro de luz tamizado por una puerta acristalada que entornamos, curiosos, para descubrir -¡horror de horrores!- el escenario de un espantoso homicidio: descansan en el suelo de la cocina, blanca de luz, los cuerpos degollados de las hermanas mellizas, su roja sangre mezclada con la espumilla jabonosa y absurda del desinfectante, que dibuja en el embaldosado un caleidoscopio alocado de figuritas y líneas blanquirojas.

El macabro baile de formas sobre el alicatado se funde ahora con la danza lisérgica de nubes que acompañan todavía, bien alto en el cielo, el paseo matinal de Klara. Aletea, juguetón, su rojo abrigo, travieso como una mariposa buscando una florecilla en la que descansar el alegre peso de sus crímenes.

domingo, 29 de septiembre de 2013


Pongo al cielo por testigo. De mi sesera agostada y entumecida, del reseco alambique que forman las oxidadas circunvoluciones de mi cerebro exhausto, ha brotado, sorpresa de sorpresas, la perlada gota de un poemilla que transcribo, emocionado, a continuación:

Divididos entre lo que fuimos
y lo que seremos,
dibujamos en el paso de los días
la estela
de nuestra escisión perpetua.

Como el avión que parte en dos el cielo
con su humo.

Como la sonrisa fragmentada
que adivino en este espejo
velado por el polvo.

Me  miro
y no me odio.

jueves, 12 de septiembre de 2013


sábado, 7 de septiembre de 2013


Derrotado y humillado, una vez más, por la caterva infecta de perracos luciferinos que rodean el caserío y amenazan mis poéticos paseos. Algo tendría que haber anticipado, pienso para mí, al recibir por correo el admíniculo ultratecnificado espanta-bestias, extrañamente ligero, tengo que decir, y cuyo envoltorio venía ilustrado con un amable Lassie repeinado que nada tiene que ver con las fieras inmanejables, alopécicas y hediondas, a las que me enfrentó diariamente.

La cuestión es que esta tarde salí armado del aparato con la determinación de precipitar la batalla final. Alto en el cielo las ratoneras acompañaban mi caminata dibujando círculos alrededor del sol, voló pronto con ellas mi imaginación, recordando con feliz distracción las páginas de Tolkien leídas el día anterior a N. en las que el escritor describe el combate de las Águilas de las Montañas Nubladas, gigantescas rapaces aliadas del mago Gandalf  -cuya mirada podía enfrentar el sol sin un parpadeo, describe su autor-, con los terribles Wargos, oscuras alimañas lobunas asociadas a los trasgos y cuya evocación, cómo no, pronto me devolvió a la realidad carnívora y amenazante de los mastines.

Había transcurrido una hora larga sin rastro alguno del enemigo cuando, desistiendo ya de mi búsqueda, me encontré con tres de estas hienas pestíferas a las puertas mismas del caserón. No tenía plan alguno, tan sólo la confianza ilusa en el aparatejo del demonio, negro, ovalado y del tamaño de la palma de mi mano, que, una vez accionado, pensaba para mí, freiría los sesos a las fieras en un espasmo ultrasónico de dolor inconcebible. Apretaba yo, pues, el botoncillo de mi arma emocionado,  afectando estocadas con la osadía de un esgrimista acorralando a su contrincante. Las bestias recularon en un primer momento, desconcertadas, para, un instante después, pude observar con  absoluto horror, avalanzarse sobre mí enloquecidas. Apenas tuve tiempo de alcanzar la cancela y refugiarme como un banderillero timorato tras el hierro de la verja, arrojando a la cabeza de uno de los perracos babeantes el adminículo de plástico, perdido completamente el decoro y gritando soflamas al viento sin control alguno. En el frío de la derrota, humillado tras la verja salvadora, despojado de toda dignidad y sin resuello -vacíos los pulmones por el sobresalto y los gritos e insultos proferidos a las bestias-, descubrí a la vecina contemplando la escena de mi escarnio desde el silencio mayestático de su trono con sombrilla, atendiendo el percance con la concentración  de un árbitro de  tenis estudiando una jugada. En su estatismo de gárgola muda e inconmovible, la vecina arrugaba el ceño con falsa preocupación, esforzándose, acaso, pienso para mí, por contener una carcajada sideral que el temblorcillo de la barba delataba y que habría puesto punto y final, digo bien, punto y final, a nuestro pacto de silencio. “Hoy por ti mañana por mí" -pensaba para mí, no sin agitación, maldiciendo en mi fuero interno a la vecina robahigos y a la jauría asesina  escapada del averno, que continuaba aullando su triunfo a las puertas mismas de mi vivienda-. Hoy por ti mañana por mí.

jueves, 5 de septiembre de 2013


Unas breves (y airadas) líneas sobre los mastines de la comarca de U., edén de edenes si no fuera por esta plaga semisalvaje que infesta la zona .En la lejanía se muestran al espectador en toda su majestad, vigilando, rutilantes, su rebaño de ovejas con flema leonina; la escena, como digo, envuelva al caminante desde la distancia con el hipnótico arrobo de un paisaje de la sabana africana.  Pero la cosa cambia en las distancias cortas cuando, a la salida de una curva, en el regreso de una soñadora y poética caminata, el inocente paseante se encuentra con media docena de estos licántropos hipertrofiados sellándole el paso con gruñidos heladores: la belfo babeante, incrustadas las garras en el asfalto y  los ojillos revirados en un amarillo turbio y asesino. Estas bestias pendencieras y descontroladas (alimentadas por sus dueños con algún pienso transgénico y multivitaminado, a todas luces ilegal) abandonan sus tareas de vigilancia a capricho y se agrupan en manadas de asalto que tienen, desde hace un tiempo, aterrorizado a todo el barrio.                      

En esta pugna darwiniana,  de supervivencia pura, de enfrentamiento abierto entre el hombre civilizado y la fauna local salvaje  e incontrolada, he decidido tomar la iniciativa y adquirir contrareembolso un ahuyentador de perros ultrasónico – extreme ultrasonic dog repeller, así reza la publicidad, que asegura la reducción fulminante de cualquier tipo de cánido agresivo con tan solo apretar un botón-.

miércoles, 4 de septiembre de 2013


Al principio pensé en un espantapájaros, aunque la brusquedad del gesto y el repentino desparecer entre las espigas me obligaron a frenar el vehículo, estupefacto, clavando la mirada en el punto de mi alucinación absurda. Conducía temprano en dirección a la autopista, las tres casonas del barrio de U. a mi espalda y por delante, a media hora escasa, la tórrida perspectiva de un día trabajo en la ciudad. Volaban bajos los cuervos, como sorprendidos en alguna falta, con el cogote encogido en sus primeros aletazos de huida y tosiendo al viento  su habitual graznido. El calor de la mañana disolvía los últimos restos de una niebla que humeaba aún sobre el asfalto y flotaba, juguetona, entre la panoja. Fue entonces cuando, abandonado a mi trance contemplativo desde el coche y despidiéndome de mi selvático edén, un destello inusual, como de felino emboscado entre las hierbas, llamó mi atención y me obligó a detener el vehículo en la carretera.

Con la ventanilla del coche bajada (pero el motor en marcha) y atento a cualquier sonido sospechoso (para huir a tiempo), transcurrió un largo minuto de cruel suspense. Durante la tensa espera recompuse mentalmente, con lúcida convicción, la gorrilla azul y el chaleco, de un pálido amarillo huevo, que, estaba seguro, acababa de ver desparecer engullidos por las altas hierbas. Quedaba descartada, pues, una embestida de mastines salvajes, aunque la amenaza de algún Freddy Kruger local abandonado a las drogas y a los instintos bajos me resultaba igual de repugnante.

Superado el inacabable minuto, emergió de entre el océano de hierba, trastabillante y sin resuello, dando brazadas y balbuciendo disculpas… ¡nuestra vecina R.! Sin resto alguno del sofisticado tocado parisino, con los ojillos culpables encogidos a la sombra de una viserilla de béisbol inclasificable, la conspicua R. me confesaba, a trompicones, sus asaltos furtivos a la higuera del vecino, a los que viene entregándose con fría y calculada regularidad todas las mañanas de este último mes. Lo cierto es que, ofrecida la cestilla en la que descansaba la fruta prohibida, embaucado del peor modo (pienso para mí), no pude sustraerme a la tentación de un mordiscazo fatal, sellando, así, mi destino al de mi furtiva compañera. Hoy por ti mañana por mí, parecían cantar con muda sonrisa el coro de sirenas que yo imaginaba bailoteando bien al fondo del océano azul de su mirada. 

martes, 3 de septiembre de 2013


A R., gudea de Lagash y vigilante impenitente del barrio, le han extirpado este  pasado invierno un tumorcillo de la nariz. La intervención ha dibujado un uve de finas curvas en la punta del apéndice; la marca, que recuerda a un prepucio invertido, no deja de tener su punto de elegancia, como de gaviotilla en vuelo, o algo así. En cualquier caso, la vecina no ha perdido un ápice de su ánimo y pasea por el barrio protegida por un sofisticado paraguas lila con el que se defiende del sol estival. R. acompaña su ajuar con una fina blusa de idéntico color al parasol y se exhibe ufana, paseando todas las tardes carretera arriba y carretera abajo, con el contoneo de una adolescente y los aires de un personaje de Chejov.

domingo, 1 de septiembre de 2013


Consulto y releo las lucubraciones de este dietario insensato como quien levanta la falda a una monjita, curioso y espantado a un tiempo, incómodo con la sombra acechante de mi mismo que dibujan estas líneas.

Han transcurrido varias semanas sin alimentar con palabras este tamagochi virtual de mi perplejo yo. El desfallecido avatar que me he encontrado abandonado en el ordenador, famélico, desnutrido y espectral,  reclamaba desde su celda internáutica la savia vivificante de mis crónicas e invenciones, con las que su evanescente silueta recupera ahora, paulatinamente, el contorno y la opacidad habituales. Con el regreso de mis devaneos, ha vuelto a palpitar este doble circunstante y subhumano, carburando a base de palabrazos y de  frasecillas de inigualable ingenio; recuperando, como quien dice, su débil latido con la descarga de mis iluminaciones celestiales.

jueves, 18 de julio de 2013



De las aventuras y extravíos de Pierre "el ambigüo" copio la siguiente iluminación melvilliana:

“…ya que tras considerar [Pierre] la infinita premura con la que el más fiel retrato podía reproducirse por medio del daguerrotipo y recordar que, en épocas anteriores, la copia de un rostro sólo era accesible a los aristócratas acaudalados, llegó a la conclusión, por inferencia natural, que en vez de inmortalizar a un genio, como en los viejos tiempos, un retrato fotográfico no hacía sino actualizar a un asno”.

miércoles, 10 de julio de 2013


Dedicaremos estas líneas a un sucinto análisis sobre las bestias inmanejables del África toda, sobre su intemperancia y la escasa disposición al encuentro que vienen demostrando desde que el hombre es hombre.

Son ya incontables las víctimas que han sucumbido al señuelo, a la trampa seductora, de su lustrosa pelambrera. Científicos reputados e incluso indígenas autóctonos han perdido la vida intentando acercarse, del modo más amigable, a estos animales indómitos.  Al intento de una inocente caricia, o en la distracción y el feliz curioseo desde un telescopio camuflado, sucede  el zarpazo traidor de su garra asesina. Del amenazante filo de sus colmillos dan cuenta numerosos estudios científicos que vienen a corroborar el peligro mortal de una de sus dentelladas.

Del África ya nos es conocida la extensión de sus llanuras y la inclemencia de sus vientos, que arrastran en su soplo la áspera arena de algún desierto lejano. Sin el refugio de una sombra, el aventurero debe enfrentarse al martillo de calor diario y al gradual abandono de sus porteadores, que huyen cobardemente a sus aldeas en el silencio cómplice de la noche. Es por esto que debemos estar agradecidos a los datos acumulados y a los prolijos estudios que sobre las bestias africanas se han realizado hasta la fecha, resultado de no pocos sacrificios humanos y del denodado esfuerzo de estudiosos y exploradores cuya abnegada entrega no encontró mas premio, en muchos casos, que el fétido aliento del mordiscazo fatal y último del que resultaron víctimas.

Una ramita pisada a destiempo por algún porteador inconsciente o el volumen descuidado de una radio en el interior de una tienda de campaña pueden resultar fatales y precipitar el asalto traidor, la embestida homicida, de un grupo incontrolado de estas bestias salvajes, ávidas de vidas humanas y del tierno pescuezo de sus dueños.

viernes, 5 de julio de 2013

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Shelley coronó uno de sus más alabados poemas con el tituló de  No despertéis a la serpiente, que continúa:   “…por miedo a que ella ignore su camino;/ dejad que se deslice mientras duerme/ sumida en la onda hierba de los prados…”. Versos inquietantes, pienso para mí, que parecen encerrar una velada conminación  al hombre a dejar que la naturaleza siga su curso, a evitar toda interferencia con el ciclo eterno, el tránsito de la vigilia al sueño, de la vida  a la muerte, etc. Así entendido, vuelvo a pensar para mí, en mi reacción la pasada noche huyendo de la vigilia y cediendo a la inconsciencia, con el mefítico reptilejo anidado en la nuca, demostré una notable intuición: quiero decir que, abandonándome al sueño (eludiendo, así, el enfrentamiento con la criatura del demonio) evité la colisión de los astros toda y quien sabe si mi propio deceso, que imagino ridículo y espantoso a un tiempo (petrificado mi cuerpo sobre el colchón, el rostro hundido en la almohada y mi organismo inerte congelado en un pasmo cuya explicación escaparía a los más avanzados sistemas de elucidación criminal; víctima inocente –continúo imaginando para mí, no sin emoción- de las fuerzas acechantes del infierno, de este Horla espantoso que se coló, de hecho, la pasada noche, en el calor de mis sábanas y en los vapores confusos de mi imaginación).

En el mismo orden de cosas, leo con sorpresa las evocaciones del criminal Moosbruger de Robert Musil, asesino confeso, ebrio de espejismos, que ilusiona una muerte a la altura de sus delitos y pendencias y que, en la atmósfera opresiva de su celda, “soñó que algo frío le había reptado sobre el vientre y había desaparecido después en el cuerpo; había gritado, se había caído de la cama y al día siguiente sintió todo el cuerpo dolorido”.

lunes, 1 de julio de 2013



Esta noche he dormido con una serpiente ovillada en el pescuezo. El verde animalejo, de varios metros, amarillo el vientre, se me ha acercado serpeando por las sábanas, al tiempo que mostraba, amenazante, unos pequeños colmillos curvados de los que goteaba un tósigo viscoso y repugnante. Bocabajo, paralizado por el pánico, he dejado al reptil acomodarse lentamente en mi cuello. El enroscado parásito, frio en los primeros momentos, ha ido absorviendo, aletargado, el calor de mi cuerpo. Oprimido bajo una losa de terror, vencido por la  tensión para evitar cualquier movimiento fatal que despertara a la bestia, me he rendido gradualmente a un sueño pesado, un desmayo abotargante del que no he salido hasta que los primeros rayos de luz se colaban en el dormitorio y repartían su cacareo lumínico por el suelo y las paredes. He despertado con la rigidez de un cadáver, la espalda entumecida y el cogote alanceado por la familiar punzada de dolor que, tras unos meses de descanso, ha vuelto al campo de batalla de mi espinazo como un general despechado y beligerante reclamando a gritos al enemigo emboscado.

miércoles, 26 de junio de 2013



Las lluvias han demorado este año la siega en U. La  colina frente a mi ventana exhibe con retraso sus galas primaverales, con el nuevo peinado de líneas irregulares perdiéndose en el horizonte verdiazul del mediodía. Sobre la hierba desmochada y recién cortada vuelan excitadas las ratoneras, devorando el festín de reptiles que la cortadora ha descubierto a la luz. A la izquierda del rectángulo segado de campo descansa una yeguada clavada en el paisaje con sus potrillos tumbados indolentes entre la alta espiga, sin más tarea que algún coletazo ocasional para espantar las pesadas moscas. Escribo como un intruso incrustado en esta viñeta de armonía, en la conciencia indubitable de que, en este preciso instante, el tiempo ha dejado de existir.   

Leo estos días al ambigüo Pierre de Melville y sus paseos baudelerianos: “El silencio continuaba presidiendo la escena; el camino se extendía por una zona apenas habitada y sobre unos campos que nunca se habían abierto al yugo de un arado, las durmientes seguían sumidas en su profundo sueño. Su terrible humor se estaba convirtiendo en algo insoportable…”.

Pienso en el cambiante ánimo del protagonista de la novela (que bien podría ser el mío) entreverado con el suelo inculto y las durmientes “sumidas en un profundo sueño” que describe en su paseo. En el soneto titulado Correspondencias, Baudelaire compara la Naturaleza misma con “un templo cuyos pilares dejan salir a veces confusas palabras/ por allí pasa el hombre entre bosques de símbolos/ que lo observan atentos con familiar mirada”. Vigila el firmamento, pues, contemplativo, el hombre-poeta, impenitente rastreador de metáforas, desvelando con la agudeza de su olfato y el ingenio de su imaginación las claves del universo todo. Y atiende quien escribe, obnubilado, la danza hipnótica desplegada frente a su ventana, la muda coreografía del viento y de la hierba, de los pastos y del azul cegador del cielo, con el ronroneo amortiguado de las segadoras dibujando en la distancia, bien al fondo del paisaje, líneas marciales y alegres arabescos, mensajes encriptados, pienso para mí, que tal vez escondan en la danza de sus dibujos la explicación del mundo.


Distraído del paisaje, me pregunto por el motivo de estas asociaciones mías, de estos extravíos aturdidos. Con la inconsciencia de un volatinero sin público, salto desde mi ventana al mar de hierba, desde el mar de hierba, y la música de las cortadoras, paso a las divagaciones del Pierre de Melville, y de éste a las iluminaciones poéticas de Baudelaire y su reconsideración del mundo. Voy construyendo, así, supongo, una falsa cartografía, una red tejida con las cuerdas y los nudos de mis espejismos y devaneos absurdos, sobre cuya malla me zarandeo como un equilibrista desplomado tras una pirueta imposible.

viernes, 21 de junio de 2013



Siguiendo el fatalista consejo de Jerome, inesperado gurú y cicerone tropical, he decidido aceptar mi condición de ilusionista visual, rendirme a la farsa de mis ejercicios fotográficos de chistera, al orden tramposo con el que mis instantáneas transcriben un mundo irreductible en su caos. De ahora en adelante asumiré los lamentables juegos de luz de mis fotografias como lo que son: pirotecnia de feriante, fogonazos aturdidos con los que pretendo alumbrar la penumbra inabarcable del mundo todo. Dios, Tiempo, Amor, Muerte, etc. mantendrán, a pesar de mis iluminaciones, la nube de su misterio impenetrable. Alrededor de esta hoguera sin luz, bailarán su danza de brujillos de aldea todos los poetastros y hechiceros de bajo vuelo, artistas, charlatanes y pacotilleros, con los que comparto oficio y quiméricas aspiraciones universalizantes.

Leo en la wikipedia que  Houdini, “el más grande ilusionista de todos los tiempos”, fue un supremo escéptico. En su cruzada contra la plaga de espiritistas y videntes, que llenaron los salones  de la época con su parloteo ultraterreno, el famoso escapista desenmascaró a la pitonisa Eva C., célebre médium francesa conocida “por su facultad para  producir ectoplasmas emanados de la vagina”.  El asunto provocó la ruptura entre el mago y sir Arthur Conan Doyle, ciego defensor de la médium y de las corrientes mesméricas tan en boga, quien atribuía con épica testarudez -o turbadora vehemencia, según se mire- al propio Houdini poderes metapsíquicos y paranormales –por más que esté intentara persuadir al escritor de que lo suyo eran puritos trucos, sofisticados ardides de trujimán-.

Hay que imaginarse en 1918 a Harry Houdini, ilusionista confeso, mago descreído, actuando ante un auditorio estupefacto y haciendo desparecer, con sus sortilegios, un elefante de trompa a rabo del escenario del Hipódromo de Nueva York, al tiempo que su entonces amigo y escritor Conan Doyle, padre del detective Holmes, radical paradigma del pensamiento lógico-racional, coleccionaba con fiebre adolescente fotografías de espíritus y otras pruebas de condensaciones bioplasmáticas del Mas Allá. : “Tengo conmigo -le escribía  a Houdini- dos objetos preciosos: dos fotografías, una de un gnomo, la otra de cuatro hadas en un bopsque de Yorkshire. ¡Un truco!, me dirá usted. No señor, me temo que no…”